Evangelio de San Lucas, cap. 24, versículos del 13 al 35
Homilía
En el evangelio del domingo anterior, el 2º después de Pascua, el evangelista San Juan nos contaba el encuentro del testarudo apóstol Tomás con el Señor Resucitado. Tomás, era como muchos de hoy, que no admiten más que lo experimental, que tienen como obsesión “ver para creer”, y había pedido tocar, meter los dedos y las manos en las llagas y el costado de Jesús para creer que había resucitado como les había prometido. Si recordáis, finaliza ese pasaje con una bienaventuranza que es para nosotros, para los que no hemos coexistido con la vida histórica de Jesús de Nazaret. Como verdadero hombre, vivió en Palestina unos años, un tiempo. Una vez finalizado ese tiempo aquí, Jesús vive y tiene una presencia nueva. Por eso, mirando a Tomás a los ojos, le dice: “Tomás, porque me has visto, has creído. Dichosos los que crean sin haber visto”
El evangelio de este tercer domingo de Pascua es una de las páginas más bellas, alentadoras y esperanzadoras del Evangelio. Nos dan ánimos para salir de nuestra tristeza, de nuestra angustia, de nuestra sensación de vacío o fracaso. San Lucas es el evangelista que nos cuenta este pasaje del encuentro de Jesús con dos discípulos que huían llenos de miedo de Jerusalén e iban a refugiarse a Emaús.
Veréis cómo el evangelio, la Palabra del Señor, es para la vida, es palabra viva, que nos ayuda a vivir con lucidez cada día, cada circunstancia. Tenemos que seguir aprendiendo a creer. Creer es confiar en Dios por encima de todo, “contra viento y marea”, contra el viento de esta cultura agnóstica y contra la marea de superficialidad que nos inunda y nos distrae, no dando importancia a la dimensión espiritual que es la más importante; somos más únicos por el espíritu que por el cuerpo. Nos identifica más el alma que el color de los ojos. El alma duele a veces más que el cuerpo. Pero la cuidamos muy poco, necesita su cuidado, tratamiento y su alimento. El alma no se calma con engaños. Ahora tenemos tiempo para cultivar nuestro espíritu que pide siempre relación Dios. Qué afirmación la de Calderón de la Barca: “El honor es patrimonio del alma y el alma solo es de Dios”
Vemos a dos discípulos que van andando, comentado lo que había pasado en Jerusalén con su maestro y amigo Jesús de Nazaret, “profeta poderoso en obras y palabras… que nuestros jefes condenaron a muerte y crucificaron”. Estaban rotos, defraudados, pesimistas, desalentados. A nosotros, este año nos cuesta abrir el corazón a la alegría y a la luz de Pascua. Se nos quedan en la antesala del corazón. Nos preocupa y nos desalienta lo lento que va este proceso de crisis, la falta de soluciones, los números y estadísticas que cada día nos frustran,…es difícil sobreponerse. ¡Nos duele el alma! Necesitamos el médico del alma. Y es Jesús el que, como a los de Emaús, sale a nuestro encuentro y se interesa por nuestra situación. Quisiera entablar conversación con nosotros. Nos domina la sensación de que Dios está lejos. Esa es nuestra equivocación. No acabamos de reconocerlo y ver que camina con nosotros.
Jesús, con los descorazonados discípulos de Emaús hace dos cosas muy normales, muy sencillas, para sacarlos de su desesperanza. Las quiere practicar también con nosotros.
La primera es prestarles atención, darle importancia a lo que le dicen, los escucha con paciencia y compresión dejando que manifiesten sus sentimientos, entiende su preocupación y desolación. Pero enseguida les explica las Escrituras, les habla con convicción. Les viene a mostrar el misterio de la vida. Que no hay rosas sin espinas, que hay que pasar por la cruz para llegar a la resurrección. Que ya estaba anunciado en los profetas y que el mismo Jesús lo había anticipado. Que su vida es paradigma de la nuestra. Eso mismo, lo hace también con nosotros cuando leemos y escuchamos la Palabra de Dios. Nos habla de que este mundo, en el somos peregrinos, es finito, frágil, pasajero, de que nos dejamos engañar por el “maligno”, y somos víctimas del sufrimiento y del dolor que, en muchas ocasiones, lo causamos nosotros dando la espalda o alejándonos de lo que Dios quiere, creyéndonos señores y dueños de nuestra vida. Utilizamos una frase que nos delata: “A vivir que son dos días”. Olvidamos que la vida es un don suyo y abusamos de lo que tenemos y somos.
Jesús nos descubre nuestro destino final, nuestra estación término, la que intuye y vislumbra el espíritu, la que parece más racional para el hombre que no es “un ser para la nada” sino un hijo de Dios. De que estamos llamados a una nueva Vida, que es la que él nos anuncia y testifica con su propia vida. No nos da una lección teórica. Da testimonio veraz. Hay un dato importante también en este pasaje: el hecho de la resurrección no nace de la fe, no es la fe la que inventa la resurrección, los discípulos no lo esperaban; sino al contrario, es la fe la que nace del hecho de la resurrección; los discípulos son sorprendidos por la presencia y encuentro con Jesús. Fue el encuentro con Jesús resucitado el que les hizo pasar del desánimo y la duda, al entusiasmo y al testimonio exponiendo su mismo pellejo en un ambiente furibundo: “¡Aquel al que vosotros matasteis, ha resucitado y nosotros somos sus testigos!. Esta es la respuesta al enigma: nuestra vida dará con él un salto cualitativo: ¡Resucitaremos con él!
El segundo camino para encontrarnos con Jesús es, cuando llegando a la villa de Emaús, Jesús hace ademán de seguir adelante. Ellos, seducidos por sus palabras que les habían llegado al corazón, le retienen y le invitan con insistencia a que se quede a cenar con ellos “porque atardece y el día va de caída” ¡Qué normal nos tiene que parecer este gesto! Lo mismo haríamos nosotros, también le pagaríamos muy gustosamente la cena. Sentados a la mesa ocurrió lo inesperado, lo fascinante: “Le reconocieron al partir el Pan”. Qué gesto tan personal, tan suyo, tenía Jesús al partir el pan, para que le reconocieran por ello. Jesús era muy de comidas con los amigos y con los pecadores. La comida es comunión de vidas. Invitaba y se dejaba invitar. Tan suyo, tan entrañable era aquel gesto que, al final se nos da en comida, en “pan de vida”: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre. Esto soy yo” Al verlo, cayeron en la cuenta, captaron su presencia, reconocieron quién era aquel “desconocido” Y qué profundidad alcanzó la mirada del alma de aquellos discípulos, hasta entonces oscura, desolada: Sí, “se les abrieron los ojos”, aprendieron a creer. El Crucificado es el Resucitado. Y el Jesús Resucitado visible, desapareció de su visibilidad. ¡Se quedó en el pan y en el vino! Quería ser nuestro alimento, nuestra fortaleza para las inclemencias del camino. Era su nueva presencia, su resucitada y sacramental presencia real para nosotros.
Para los creyentes, para los discípulos de hoy, es la bienaventuranza de: “¡Dichosos los que crean sin haber visto!”. Abriendo el corazón a su Palabra, sentándonos gustosos y con los ojos abiertos de la fe a su mesa cada Domingo, el día del Señor, el día de la comunidad cristiana, Jesús resucitado nos ayudará a interpretar los acontecimientos de la vida, a sentir que camina a nuestro lado y con él podemos pasar de la tristeza al gozo, de la duda a la confianza, y de la tristeza a la alegría. Que nos ayude e interceda por nosotros la mejor testigo, su madre y nuestra madre, la Virgen María. Amén