En la mañana del domingo pasado, España estuvo en vilo deportivo. Tuvimos que retrasar la hora de comer para ver el glorioso, sudado e inteligente final del tenis. Nadal, nuestro Nadal, después de perder los dos primeros sets del Open de Australia, increíblemente se reponía y se superaba hasta ganar el partido. Nadal volvía a situarse en la cima del ranking del tenis mundial. Mucho se ha dicho de su juego, de su izquierda fabulosa, pero mucho se ha dicho de la fortaleza mental y de su madura personalidad. Su fuerza interior es la que le empuja siempre, hasta “in extremis”, a combatir contra sus limitaciones y errores, a sobreponerse a la frustración y remontar sus bajones.
Una de las facetas de su larga vida deportiva es su capacidad de afrontar el sufrimiento y encajar y reconocer con humidad sus reveses sin echar las culpas a nadie encarando sus responsabilidades. “No ha sido un partido suficientemente bueno y tengo que corregirlo”, confiesa con sinceridad Según declaraciones de su tío Toni ha sido educado en esa pedagogía desde muy pequeño. Ese es el secreto.
Tenemos que reconocer que el ambiente y la cultura dominante que respiramos ahora en esta España nuestra es el revés de su moneda, tanto en lo personal, en lo social y sin duda en lo político. Lo que se practica es la permisividad, la dejadez del esfuerzo, la aversión a los compromisos, el menosprecio de los valores, y… ¿por qué no decirlo abiertamente?, hablando en cristiano, el no reconocimiento de nuestra culpas y pecados. Así es difícil lograr una superación a lo Nadal. Gozamos con sus éxitos pero no imitamos su mentalidad, su fuerza espiritual.
Del caso de Nadal, encontramos un paradigma en el evangelio de San Lucas del próximo domingo. San Pedro como Nadal tuvo éxito en la aquella pesca milagrosa por fiarse de la palabra de su educador. Y, porque reconoció con humildad que era un pobre pecador, alcanzó el ranking en el campo evangelizador. Jesús, el Señor le entregó la copa del Reino, las llaves de la Iglesia.