La codicia de poder es congénita con el género humano. En el paraíso ya quiso el hombre ser como Dios, tener su poder. Y esa tentación sigue viva hasta nuestros días. A lo largo de la historia esa ansia desmesurada de dominación y sometimiento ha dado lugar a muchas guerras, agresiones, conflictos, esclavitudes, vejaciones y humillaciones. Aplicada a la política recibe el nombre de totalitaria, Estado totalitario, gobierno totalitario.
Lo describe muy bien el novelista y ensayista británico George Orwell en su famosa novela “1984”, calificada como una de las obras literarias más icónicas del siglo XX por su denuncia de regímenes de este siglo. Algunos la consideran profética al ver resurgir ahora partidos populistas. Ilustra brillantemente cómo la vida de las personas se puede ver afectada por gobernantes autocráticos.
El papa Francisco en su encíclica “Fratelli tutti”, en donde aflora una actitud nueva, sugerente, para el entendimiento de los países y los partidos políticos como es la “amistad social” que es “integrar a otros para generar procesos sociales de fraternidad y justica para todos”, denuncia y deplora también el que “la política ya no es una discusión sana sobre proyectos a largo plazo para el desarrollo de todos y el bien común, sino solo recetas inmediatistas que encuentran en la destrucción del otro el recurso más eficaz”
En el evangelio de San Marcos del próximo domingo, Jesús nos da un sabio y eficaz consejo. Hasta sus discípulos se vieron tentados de la ambición malsana de poder. Y le dijo algo chocante: “quien quiera ser el primero, que sea el último de todos”. En español hay un aforismo: reinar es servir. Gobernar es cargar con la cruz de los problemas de los ciudadanos.