Se ha cumplido una año –mucho tiempo para una cultura que se creía tan progresista y postmoderna- desde que apareció por sorpresa y asoladora esta pandemia del covid-19, que tiene nombre de olimpíada pero de la enfermedad. Seguimos en la incertidumbre de si estaremos al borde de una cuarta ola. Desde el comienzo se ha debatido, opinado, profetizado o interrogado a expertos, sociólogos, adivinos y gurús, si después de esta tragedia que ha alterado nuestras vidas, saldremos mejores o volveremos a las mismas.
Los optimistas están convencidos de que “saldremos mejores”. Ponen como argumentos el gesto solidario y heroico de los sanitarios que se han desvivido, el dolor por los muchos que han muerto y en una soledad desesperante y el de los testimonios de los que lo han superado casi milagrosamente con días casi terminales en UCI. Los pesimistas dicen que somos olvidadizos, que el hombre repite sus desastres, olvida pronto la historia y añade además que estamos en una cultura egoísta, individualista, que vive para el bienestar, para lo que le gusta, para pasarlo bien y la muestra son los muchos grupos de jóvenes que no han asumido esta cruda y lacerante realidad.
Estoy convencido que esta enfermedad que nos ha obligado a vivir con tantas limitaciones, a palpar la fragilidad y la vulnerabilidad, también nos ha planteado preguntas importantes sobre el sentido de la vida, la necesidad del amor, de vernos de abrazarnos, la insoslayable solidaridad, el planteamiento de nuestro futuro y el acercamiento a Dios para vivir con esperanza. En muchos ha despertado de nuevo la fe que tenían olvidada o soterrada.
El próximo domingo, en el evangelio de San Juan, Jesús alude a un proceso vital muy natural que nos pasa desapercibido y que encierra un misterio iluminador: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto” El sufrimiento purifica y la enfermedad puede conducirnos a una vida más sana y más santa.
¡Que San José nos proteja!