La palabra en el tiempo 46

Es sorprendente con qué celeridad la sociedad de hoy se ha vuelto individualista. Somos más individuos que nunca. Lo podemos comprobar en el dicho frecuente con que se autoafirman muchos: “Mi vida es mía y hago con ella lo que quiero” Esa actitud ha provocado la aceptación facilona de leyes como la del aborto y la eutanasia. Llama poderosamente la atención la facilidad con que se causan y justifican. Somos más individualistas, más autónomos pero hemos de pagar por ello un alto precio. Aumentan las personas que viven y mueren solas o compensan su soledad con perros y mascotas de compañía,  aumentan las separaciones y divorcios  porque se da prioridad al individuo por encima de la institución, un sector amplio de jóvenes se desentiende de los mayores y disfrutan a su bola descuidando el cuidado de los mayores como vemos en el transcurso de esta pandemia, y hasta se presume vanidosamente de ser distinto, de no ser como los demás. El individualismo tiene un precio alto, somos más frágiles y todo en nuestra vida personal y nuestro entorno se vuelve más inestable y cambiante.

El individualismo nos hace vivir a la defensiva y nos empuja a situarnos  en círculos y grupos cerrados, excluyendo y desentendiéndose de los que no son, piensan, gustan y buscan lo mismo que nosotros. De esos “otros” nos desinteresamos o simplemente los toleramos,  o peor,  se incuba en nosotros una cierta repulsa.

En el evangelio del próximo domingo, San  Marcos nos narra la curación de un leproso, un excluido y marginado social  y religioso de aquel tiempo. Jesús, rompiendo todas las claves sociales de aislamiento y marginación, le extiende la mano, lo toca, lo cura y lo reintegra a la vida social. Para superar el individualismo reinante que esteriliza el progreso de la sociedad, el papa Francisco en la encíclica “Fratelli tutti”,  nos invita a cultivar la caridad política y amistad social.