Estamos atravesando una época de cambios vertiginosos y drásticos. Tantos y tan profundos que las viejas generaciones de los hoy padres y abuelos quedan sorprendidas de la forma de pensar y de la forma de vivir de sus hijos y nietos. Les cuesta trabajo entender su mundo y mentalidad que afecta incluso a lo ético y lo moral. Lo soportan y resisten con resignación. Por encima de todo, son su familia, su descendencia. Valores que fueron cimiento de la convivencia como la estabilidad de la familia, la amistad, la austeridad y la superación ante la adversidad, la honradez, la verdad, la solidaridad y la compasión, la gratuidad…van perdiendo campo y lo va ganando el individualismo, la apariencia, el egoísmo y la egolatría, la mentira, el narcisismo…
En la misma sociedad hablamos mucho de renovación, de bienestar, de derechos humanos, de igualdad y libertad, pero a la vista está que es más fácil destruir, dividir, enfrentarse que buscar acuerdos y consensos con los que piensan de manera distinta. En el parlamento español queda demostrado estos días. Ya que citan, unos y otros, tanto al Papa, debieran de aceptar su consejo de la necesidad de lograr entre ellos al menos una “amistad social”. Lo de la fraternidad por ahora es imposible.
En el evangelio del próximo domingo se nos recuerda cuál es lo esencial de nuestra religión: amar a Dios y al prójimo. No es baladí. Sin amor no puede vivir, ni en casa ni en la calle. Vale también para la vida social. La falta de amor nos va deshumanizando y hará imposible hacer frente a las verdaderas necesidades sociales.