Sin duda, una de las palabras más utilizadas y pronunciadas por el ser humano, es la palabra amor. Incluso, una de las más bonitas. En una consulta lanzada por internet, preguntando a hispanohablantes por el vocablo  más bello de la lengua española, elegido fue “amor”, por encima de otros como libertad, paz, vida, esperanza, incluso de madre, amistad… Pero a la hora de tratar de definir qué es el amor abundaron los silencios y las divergencias.  Las explicaciones dependían mucho de las experiencias gozosas o sufridas.

Es patente que el amor se ha vuelto frágil, “líquido” como dicen algunos sociólogos, efímero, pasajero. Blaise Pascal, el conocido matemático y filósofo francés, habló del “autismo del amor” porque muchas veces cuando digo que amo a una persona, lo que en verdad  amo es la belleza, inteligencia, simpatía o afecto  que produce en mí. Amo lo que de ella recibo.

El riesgo de vivir esta forma de amor “autista” pascaliano ha crecido notablemente en esta cultura dominante de “usar y tirar”, en la que se  cultiva lo “útil” y “lo agradable”. Hoy damos más valor a la experiencia presente, inmediata, a la libertad sin ningún género de ataduras, al consumo puntual y poco  responsable, a la satisfacción inmediata. Esta actitud  repercute de lleno  en nuestros vínculos sentimentales y afectivos. Hace muy frágil el amor. Lo vuelve líquido y  hasta  gaseoso

El próximo domingo, en el evangelio de San Juan, volveremos a escuchar el mandamiento principal de la fe cristiana y de los discípulos de Jesús, tantas veces oído paro poco practicado: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”.  La novedad y la fuerza de la frase está en ese “como”. Es el que lo especifica, el contrario al amor “autista”.  Es el amor como el de Jesús, que es amor de entrega generosa, de respeto,  de cuidado del otro, de fidelidad, de perdón cuando es necesario y de ternura. El que de verdad nos hace felices.  

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