Es un verso provocativo del buen poeta y ya anciano obispo Pedro Casaldáliga en la Araguaia brasileña. En su poesía lamenta que ya no hay gloria en las alturas, ni en la tierra paz. Y que a José y a María (inmigrantes) algunos no les dan lugar y que con modos imperialistas tampoco a los ángeles les dejan en público cantar. Hay que añadir la perturbada situación sociopolítica ¿kafkiana? que padecemos. No vendría mal un apagón temporal de la vidriosa actividad parlamentaria para que afloraran con naturalidad los nobles sentimientos propios de este tiempo navideño y poder disfrutar las bellas y familiares tradiciones que identifican nuestra cultura y dan sabor y gusto a la vida.
Se nos puede olvidar saber celebrar la Navidad. Requiere poder abrir el corazón al gozo y la alegría interior, y tener capacidad de silencio y admiración para contemplar el acontecimiento que la motiva. Se nos va atrofiando la facultad de lo espiritual para descubrir la dimensión transcendente que tienen algunos signos o eventos históricos. Así, nos cuesta trabajo o somos impermeables a admitir que Dios pueda habitar junto a nosotros y ser cercano. Siempre me ha llamado la atención la imagen o concepto de Dios que manejan agnósticos y no-creyentes; tiene más que ver con “algo” abstracto y causal que con un Dios personal que ha tenido la iniciativa de presentarse en el tiempo de un modo cercano para entablar una relación cordial: “En el principio ya existía la Palabra y la Palabra era Dios…se hizo carne y acampó entre nosotros”, nos dice S. Juan en el evangelio de este día. Un Dios creador tiene que sostener y dar sentido a la creación. Un Dios Padre tiene que manifestar el amor a sus hijos.
Es frecuente sufrir la tentación y consentirla de intentar ser “dios” de nuestra vida o arrebatar la misión de Dios en la vida social, jugando a “number one”, imponiendo ideologías y comportamientos utilizando el poder y la fuerza. El intento acaba siempre en frustración personal y fracaso colectivo. Experiencias personales e históricas, hoy también actuales, no faltan. El camino es el inverso, no somos nosotros lo que tenemos que usurpar la función de Dios, es Dios el que toma la iniciativa y viene a nosotros, asumiendo nuestra condición y no por la fuerza del poder sino por la del amor. Lo realiza con hechos, no con teorías. “La palabra se hizo carne”, “un Niño nos ha nacido”. Quería manifestarnos el amor que nos tiene, y el niño es sin duda la realidad más expresiva. No se presenta como un poderoso en el palacio del emperador, sino como un niño pobre que, desde el pesebre y no desde el trono, va a enseñarnos la fuerza del amor, no la del miedo y el terror. Lección que no somos capaces de aprender.
La Navidad no es una celebración merengue. Tiene dimensión revolucionaria. De hecho la desencadenó. Ha tenido más fuerza el pesebre de Belén que el despacho oval de Washington. Nos hace ver que merece la pena ser hombre, descifra el misterio que somos y habitamos, despierta sentimientos nobles de generosidad y justicia, invita a la reconciliación, reclama y defiende la dignidad humana, acaba con las diferencias de lengua, raza y color y hasta puede curar nuestra soledad existencial. Navidad es ¡versión de Dios en pequeñez humana!
Javier Gómez Cuesta