Nada te turbe, nada te espante
Estábamos tan seguros, tan hipnotizados, tan arropados por una cultura del progreso imparable y por una ideología que tiene medio-endiosado al ser humano con las nuevas tecnologías, la inteligencia artificial y el transhumanismo que, por sorpresa y con alevosía, nos ha encarado un simple virus, desconocido e incontrolable, que nos tiró del caballo y ahora nos cuenta de nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Nos ha desafiado y no somos capaces todavía de lidiarlo.
Desafío que toca al mismo sentido de la vida humana. Sabemos que tenemos final, pero nos ha llenado de miedo y de pánico esta enfermedad que nos aboca a una muerte horrible, en soledad, deshumanizada. ¡No, así no! De pronto, aunque no queramos, nos tortura y son desequilibran preguntas que nos costaba plantearnos. ¿Quién soy?, ¿qué es la vida?, ¿qué será de mí?, ¿la vida tiene algún sentido, alguna finalidad?, ¿cómo al ser principal de la tierra lo puede vencer lo más ínfimo?
Presenta un reto urgente a la misma ciencia que la ha dejado perpleja y que ahora se afana desbordada en encontrar el posible remedio. Puede ser esta una ocasión para que reflexione sobre cuáles son sus prioridades, si el poder, el dinero, lo bélico, o la persona humana y su salud y bienestar. Me llama mucho la atención el que la investigación e industria bélica sea cabeza de tren del progreso. ¿No se puede cambiar de máquina para que tengan otras prioridades? Las armas nucleares van por delante de las vacunas.
Lo que sí ha provocado es un tsunami de amor, de caridad, de solidaridad, echando por los suelos indiferencias, divisiones, individualismos, que evidencia la verdad de que todos formamos la familia humana. “No hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús”, dijo, San Pablo. Esta caridad despierta la creatividad, el ingenio, la búsqueda de ayudas mutuas increíbles. Solo suenan a blasfemias laicas algunos comportamientos de politicastros y egoístas insolidarios.
Esta situación todavía inexplicada, por desconocida en su origen, nos hace caer en la cuenta que debemos cuidar más la naturaleza, esta “casa común”, esta “madre-tierra”, que maltratamos y descuidamos. En su “Laudato si” Francisco nos advirtió de su degradación y que fue entregada por Dios (“cultivad la tierra”) al hombre para vivir y convivir en ella. Y advierte, en uno de sus dichos, que “Dios perdona siempre; nosotros, alguna vez; la naturaleza nunca”
La pandemia cuestiona también nuestra fe. Algunos muy equivocadamente recurren al temido castigo divino. Son bastantes los que tienen una falsa, pagana, o viejo-testamentaria concepción de Dios. La verdadera realidad de nuestro Dios es la que se manifestó en Jesucristo. Jesucristo es la revelación del verdadero Dios, no el construido por la imaginación y la “alienación” del hombre. Jesús nos animó al atrevimiento de llamarle Padre. Y es Padre de amor infinito, que siempre ama, porque esa es su esencia, Dios es amor.
Y el Dios amor es el creador que dotó a la naturaleza, al cosmos, de unas leyes y de una cierta autonomía que gracias su estabilidad la ciencia puede conocer y así ayudar a mejorar la vida de las personas. Este universo está en permanente evolución hacia adelante y hacia arriba. Con palabras de S. Pablo: “la creación entera está con dolores de parto”. Soy de pensamiento telhardiano y creo que la evolución responde a la ley “complejidad-conciencia”, cuanto más complejidad en lo creado mayor autoconciencia. El creador no hace chapuzas. Debe preguntarse el hombre si no abusa de la manipulación de la naturaleza con ensayos baldíos y peligrosos jugando a semidios.
Nuestra fe es confianza en el Dios de la vida. Es el que responde a lo que somos y seremos, después de atravesar el dintel de la muerte. Estamos llamados a la vida, a la resurrección. Y llevamos dentro ese ímpetu de vivir, ese “elán vital bergsoniano”, que nos empuja a la esperanza y que nos aquieta y nos serena. Es la respuesta a nuestra esencia, incluso a nuestra racionalidad. Cuadra mejor a la luz de nuestro entendimiento el vivir que el morir. Lo contrario nos destruye y nos desarma. Cuando superamos momentos de temores de muerte, los súbitos logros de vida nos plenifican. Son señales de resurrección. Con Teilhard de Chardin, sabio y místico, profeta de nuestro tiempo, creo que “No somos seres humanos viviendo una experiencia espiritual, sino seres espirituales viviendo un experiencia humana” somos más espíritu que materia. Unirnos a ´Dios-Padre en la oración nos ilumina y nos serena.
Javier Gómez Cuesta