Es sorprendente con qué celeridad la sociedad de hoy se ha vuelto individualista. Somos más individuos que nunca. Lo podemos comprobar en el dicho frecuente con que se autoafirman muchos: “Mi vida es mía y hago con ella lo que quiero” Esa actitud ha provocado la aceptación facilona de leyes como la del aborto y la eutanasia. Llama poderosamente la atención la facilidad con que se causan y justifican. Somos más individualistas, más autónomos pero hemos de pagar por ello un alto precio. Aumentan las personas que viven y mueren solas o compensan su soledad con perros y mascotas de compañía, aumentan las separaciones y divorcios porque se da prioridad al individuo por encima de la institución, un sector amplio de jóvenes se desentiende de los mayores y disfrutan a su bola descuidando el cuidado de los mayores como vemos en el transcurso de esta pandemia, y hasta se presume vanidosamente de ser distinto, de no ser como los demás. El individualismo tiene un precio alto, somos más frágiles y todo en nuestra vida personal y nuestro entorno se vuelve más inestable y cambiante.
El individualismo nos hace vivir a la defensiva y nos empuja a situarnos en círculos y grupos cerrados, excluyendo y desentendiéndose de los que no son, piensan, gustan y buscan lo mismo que nosotros. De esos “otros” nos desinteresamos o simplemente los toleramos, o peor, se incuba en nosotros una cierta repulsa.
En el evangelio del próximo domingo, San Marcos nos narra la curación de un leproso, un excluido y marginado social y religioso de aquel tiempo. Jesús, rompiendo todas las claves sociales de aislamiento y marginación, le extiende la mano, lo toca, lo cura y lo reintegra a la vida social. Para superar el individualismo reinante que esteriliza el progreso de la sociedad, el papa Francisco en la encíclica “Fratelli tutti”, nos invita a cultivar la caridad política y amistad social.