
El panorama está sombrío. Podemos repetir esa imagen literaria que se ha
hecho clásica y popular de que “negros nubarrones se ciernen por el horizonte”.
Estamos siguiendo día a día la invasión asoladora que sufre Ucrania y que afecta
a Europa y al mundo entero. Aguantamos de mala manera la carestía de la vida
que sumerge a tantos en la pobreza. Asistimos atónicos o ya indiferentes a los
enfrentamientos políticos que repercuten tanto en la vida social y en el
bienestar de todos.
No es extraño que algunos analistas culturales digan que la virtud de la
esperanza está a la deriva, que ha perdido fuelle en las personas y que está
quedando como algo marginal que afecta especialmente a los jóvenes que se
ven ante un futuro incierto que afecta a si siquismo. Hoy mismo leo en el
periódico que “el 90% de las nuevas consultas de salud mental son de jóvenes y
adolescentes”. Estamos cayendo en la desesperanza.
Sin esperanza no se puede vivir. Es una virtud anímica indispensable, un modo
de estar en el mundo que se relaciona con la confianza y con el futuro. Uno
tiene esperanza cuando cree que un bien deseado puede ser alcanzado y
logrado en el futuro. No es una certeza, ni una evidencia lógico-matemática, es
un don con el que nacemos, pero que hay que educar y alentar. En la
recuperación de la fuerza creativa y generadora de la esperanza tiene mucha
importancia la fe. Es la mayor fuente de esperanza. Porque el deseo más
imperativo que queremos lograr es vivir, vivir siempre y vivir felices.
El próximo domingo, San Lucas en el evangelio nos cuenta el pasaje pícaro de la
“trampa saducea” en la que quisieron hacerle caer a Jesús al poner en duda su
anuncio best-seller, la gran y buena noticia de que estamos llamados a la vida, a
una vida nueva, resucitada porque él ha vencido a la muerte y somos hijos del
Dios de la vida. Haz la prueba, la esperanza en él es la mayor fuerza generadora
de vida.