El número 40 tiene carga simbólica y bíblica. Representa un antes y un después, un cambio de periodo, un lograr una plenitud, un alcanzar una meta.  40 años duró la travesía del desierto hasta entrar en la tierra de promisión; 40 días estuve Moisés en el Sinaí para recibir las tablas de ley con las que comienza una nueva situación del pueblo de Dios; 40 días duró el diluvio; durante cuarenta días ayunó Jesús en el desierto para comenzar luego su vida pública.

Estamos evocando estos días los 40 años de una nueva etapa en la historia de España. Con gozo y, al mismo tiempo, con preocupación.  Los hay a quienes les gusta más revolver el pasado y cuestionarlo que roturar y descubrir nuevos caminos de entendimiento y sana tolerancia para construir entre todos, sobre lo andado, un mundo más humano. Son llamativas las actitudes de adamismo y mesianismo con que se presentan algunos, como si el mundo y la historia comenzara con ellos y fueran inmaculados.

Uno de los eventos notables de hace cuarenta años fue la homilía del cardenal Tarancón en la Iglesia de los Jerónimos. Hay historiadores que le señalan como el inicio de la democracia en esta etapa histórica. Por dos cosas: por el acto en sí mismo, porque como hace notar el historiador Juan María Laboa “en la ceremonia del juramento  y proclamación del Rey en las Cortes, los procuradores, sus invitados y las palabras del presidente, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, constituyeron el final de un régimen autocrático, al que no asistió ningún representante de países democráticos. Sin embargo, en la misa de San Jerónimo el Real, asistieron todos ellos, además de los invitados de los Reyes, en una imagen que representaba el inicio de una nueva etapa de la historia”. Y es histórica, también, por lo que el cardenal dijo con lucidez, manifestando lo que sentían y deseaban la mayoría de los españoles. Tuvo un gran eco y marcó uno de los hitos de la transición. En ella, el cardenal le pidió con aquel estilo tan característico suyo y aquella voz de fumador empedernido, que fuera el Rey de todos los españoles, “sin privilegios ni discriminaciones”, tratando de superar los enfrentamientos de otras épocas, sanando las heridas de los conflictos pasados, reconociendo los derechos de todos, iniciando un periodos de paz y de convivencia por los caminos de la reconciliación, la justicia y la generosa convivencia. De esta homilía nace el “espíritu de los Jerónimos” en cuyo ambiente irían emergiendo las reformas y los cambios que transformarían la vida española. Fue iniciativa del Rey Juan Carlos comenzar su reinado con la celebración de una eucaristía. Tarancón se dio cuenta de la trascendencia que tendrían sus palabras. Cuentan sus biógrafos que inmediatamente reclamó la ayuda del hoy cardenal Fernando Sebastián, entonces Rector de la Pontificia de Salamanca, del profesor Olegario Gonzalez de Cardedal, del escritor y periodista Martín Descalzo y  su fiel escudero Martín Patino. Después de horas de discernimiento sobre lo que se podía y se debía decir como voz de la Iglesia en momento tan solemne y trascendental, se encomendó la redacción definitiva a Fernando Sebastián. Es, sin duda, una pieza maestra, breve y densa. La música se la puso el cardenal que de eso sabía bastante.

Merece la pena volverla a leer y tenerla en cuenta en los momentos que atravesamos. Sigue teniendo valor actual.  Y, al mismo tiempo, sirve para poner en entredicho a aquellos que en sus palabras o en sus intenciones y proyectos dejan entrever que la Iglesia es una rémora para la democracia o que no tiene derecho a espacio en la vida pública.  El evangelio generó una civilización, la cristiana, la de la dignidad de toda persona, la de los derechos humanos, la de la igualdad y la fraternidad, la de la justicia y el bien común… El cristiano no lo es solo cuando va a misa o cuando reza un padrenuestro, lo es por su forma de vida, por sus valores humano-evangélicos, de tal manera que cuando no los cumple o los infringe no solo comete una falta penal sino un pecado, va contra su conciencia, ofende al Dios-Padre en el que cree. Y la participación de la iglesia en toda la génesis de la transición fue muy importante como para olvidarla o desconocerla. Baste recordar algunos de los documentos que, a partir de la celebración del Concilio, fueran publicados por la Conferencia Episcopal. “La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio” (1966), “La Iglesia y la comunidad política” (1973) … que levantaron ronchas y crearon conflictos con la gobernación.  Ahí están los encierros en la Iglesias y las homilías multadas, o, por ser muy significativo, el número de los militantes de los cinco movimientos de la Acción Católica, que se cifran en 323.185 en el año 1970, y que no constituyeron ningún partido político –se evitó conscientemente, recibiendo duras críticas por ello, constituir un partido católico imitando la Democracia Cristiana italiana-  sino que se repartieron por los diversos partidos que saltaron al ruedo político entonces, mayoritariamente en los de izquierda, lo que hace más inexplicable el por qué del anticlericalismo decimonónico que respiran algunos de esos partidos.

Contra lo que se puede pensar, desconociendo la historia y la trayectoria de la Iglesia española, la homilía de los Jerónimos del 27 de noviembre de 1975,  no fue “un verso suelto” ni un acto esporádico, fue la consecuencia de una actitud mayoritaria, de laicos, sacerdotes y obispos, (no todos, recuérdese la desavenencia y tirantez con la llamada Hermandad Sacerdotal) que se venía gestando desde el Concilio Vaticano II, sobre todo en la Constitución de la Iglesia y el mundo y en el Decreto sobre Libertad Religiosa. Con verdad, se puede afirmar que la Iglesia española fue pionera en la apertura la democracia.

Javier Gomez Cuesta